ANIVERSARIO DEL ASESINATO DEL JUEZ JORGE QUIROGA.
En un nuevo aniversario del asesinato del Juez Jorge Quiroga recordamos el intento de combatir el terrorismo con la ley en la mano.
Fallido intento pues la política metió la cola, amnistió a todos los condenados, disolvió la Cámara Federal Penal y dejó librados a su suerte a los jueces que sufrieron atentados, amenazas y el asesinato.
CREACIÓN DE LA CÁMARA FEDERAL PENAL.
El 12 de marzo de 1971, tras el planificado Cordobazo, armado contra el interventor Camilo Uriburu, se derrumbó el gobierno de Roberto Marcelo Levingston y asumió la Presidencia de la Nación Alejandro Agustín Lanusse, el último caudillo militar del siglo XX, y las Fuerzas Armadas comenzaron a planear entonces una retirada decorosa del poder.
Como agudamente observó Pablo Mariano Ponza, “el gran acierto político de Lanusse fue observar con claridad que la mejor manera (sino la única) de descomprimir la situación social, desactivar la guerrilla y la amenaza de divisiones irrecuperables en el seno de la corporación militar era propiciando una salida democrática”.
A lo largo y a lo ancho del territorio nacional se incrementaron los atentados terroristas, y Lanusse recibió todo tipo de presiones para terminar con la violencia a cualquier precio.
A lo largo y a lo ancho del territorio nacional se incrementaron los atentados terroristas, y Lanusse recibió todo tipo de presiones para terminar con la violencia a cualquier precio.
Unos clamaban por “escuadrones de la muerte”, como en Brasil.
Otros más sensatos, más sólidos moral e intelectualmente, se negaron a la ley del “todo vale” con tal de terminar con el flagelo subversivo, como comenzaría a implementarse durante los gobiernos de Juan Domingo Perón y su esposa (1973-1975).
Jaime “Jacques” Luis Enrique Perriaux no fue el único en pronunciarse por la legalidad, pero estaba en el lugar indicado para hacerse escuchar porque era el ministro de Justicia de Lanusse, y contó para ello con la invalorable ayuda intelectual de el “Tata” Argibay, en ese entonces miembro de la Cámara del Crimen de la Capital Federal.
Otro que impidió cualquier desatino fue el general Alberto Samuel Cáceres Anasagasti, jefe de la Policía Federal.
cuyos efectos, apreciados con perspectiva histórica, lejos estuvieron de ser pacificadores”.
La dirigencia argentina acompañó alegremente la disolución del alto tribunal en medio del espanto de los cuarenta y nueve días de gobierno de Héctor J. Cámpora.
Algunos fueron asesinados (juez Jorge Vicente Quiroga),
otros sufrieron atentados personales (Munilla Lacasa y Malbrán).
Otros, como Jaime Smart y Ure, tuvieron que exiliarse.
Muchos más fueron degradados en la carrera judicial.
La consecuencia fue que, frente a los hechos terroristas, comenzó a imperar la respuesta de la ley de la calle y llegaron las patotas, hasta que se ordenó a las Fuerzas Armadas aniquilar a la subversión.
Desde las “Directivas a los dirigentes para terminar con el proceso de ‘entrismo’ izquierdista en el Justicialismo” (autorizadas por Perón, después del asesinato del sindicalista José Ignacio Rucci), a la Triple A le restaba sólo ponerlas en marcha.
La sociedad argentina se había quedado sin justicia y sin ley.
Antes del 24 de marzo de 1976.
Extractado de : Volver a matar .
De : Juan B. Yofre
La Cámara Federal Penal
El 28 de mayo de 1971, el gobierno de facto de Alejandro Agustín Lanusse promulgó la ley 19.053, creando la Cámara Federal Penal de la Nación, porque los juzgados federales estaban desbordados e impotentes para hacer frente a la violencia armada.
Imaginada por el genio del ministro de Justicia, Jaime Perriaux, dicha Cámara estaría compuesta por tres salas, integradas cada una por tres jueces probos de demostrada formación jurídica.
Ninguno de los nueve jueces era un improvisado.
Cargaban en sus espaldas largos años en el foro judicial.
Los jueces fueron:
Ernesto Ure, Juan Carlos Díaz Reynolds, Carlos Enrique Malbrán (Sala 1);
César Black, Eduardo Munilla Lacasa y Jaime Smart (Sala 2);
Tomás Barrera Aguirre (luego reemplazado por Esteban Vergara), Jorge Vicente Quiroga y Mario Fernández Badessich (Sala 3).
A su vez, cada juzgado tenía un secretario y su respectivo fiscal, además del necesario personal judicial.
Dos hechos promovieron la formación de la CAFEPE: el copamiento de la localidad de Garín por comandos de las FAR, el 30 de julio de 1970, y el asalto a un camión del Ejército en el que es ejecutado el teniente Mario César Azúa y herido el soldado Hugo Alberto Vacca, en abril de 1971.
La gestación del alto tribunal no estuvo desprovista de presiones castrenses y eso generó un retraso en el comienzo de sus tareas.
Una de las tantas objeciones que ponían los sectores más duros del Ejército era sobre el destino que debía darse a los detenidos por las fuerzas militares y, en ese caso, quién debía sustanciar las investigaciones correspondientes, porque hasta ese momento los uniformados llevaban el peso de la contrainsurgencia.
Los camaristas se negaron a jurar si no se modificaba —y además esa modificación debía ser pública antes del juramento— la ley 19.081 que regulaba la actuación de las Fuerzas Armadas en la lucha antiguerrillera.
En definitiva, de lo que se trataba era de pelear a la violencia revolucionaria — “la guerra popular prolongada”, como sostenían las organizaciones armadas— con la ley en la mano.
Como diría muchos años más tarde el alto tribunal que juzgó a las juntas militares del Proceso de Reorganización Nacional, cuando la “guerra” en el ámbito militar había terminado con la derrota del terrorismo, “[…] a partir de 1970, los distintos gobiernos de la Nación Argentina dictaron diversas normas tendientes a hacer más efectiva la defensa del país contra el flagelo terrorista […] La mayor parte de esas disposiciones estuvieron dirigidas a reprimir con rigor creciente la actividad subversiva . . .
salvo un momentáneo eclipse operado en el curso de 1973 […]
durante este año, por razones políticas que no corresponde a esta Cámara juzgar, se dictó la ley de amnistía 20.508, en virtud de la cual obtuvieron la libertad un elevado número de delincuentes subversivos —condenados por una justicia que se mostró eficaz para elucidar gran cantidad de crímenes por ellos perpetrados—cuyos efectos, apreciados con perspectiva histórica, lejos estuvieron de ser pacificadores”.
El 6 de julio de 1971, por el decreto 2.100, artículo 2º, se señaló: “Si como consecuencia de las operaciones militares efectuadas por aplicación de la ley número 19.081, se produjere la detención de personas, tal circunstancia se comunicará por la vía más rápida a la Cámara Federal Penal de la Nación.
Sin perjuicio de ello, y dentro de las 24 horas, se pondrán los detenidos, los elementos probatorios obtenidos y las actuaciones que hayan labrado a disposición del mencionado tribunal”.
De esa manera, los camaristas trazaron una raya entre las jurisdicciones de los jueces y los miembros de las Fuerzas Armadas.
Cumplida esta exigencia, que hacía recaer en el alto tribunal civil la potestad absoluta de la administración de la justicia —y sus procedimientos—, el miércoles 7 de julio, en la Sala de Audiencias de la Corte Suprema de la Nación, prestaron juramento los nueve camaristas y los tres fiscales que la integraron.
Se hicieron cargo Marcelo Tomás Barrera Aguirre (luego reemplazado por Esteban Vergara), César Black, Juan Carlos Díaz Reynolds, Mario A. Fernández Badessich, Carlos Enrique Malbrán, Eduardo H. Munilla Lacasa, Jorge V. Quiroga, Jaime Lamont Smart y Ernesto B. Ure. Como fiscales lo hicieron Osvaldo Santiago Fassi, Jorge R. González Novillo y Gabino J. Salas.
El primer Acuerdo del tribunal fue la designación del presidente de la Cámara, que recayó en el doctor César Black.
El mismo día se dictó el Acuerdo Nº 2, nombrando a los funcionarios judiciales más relevantes.
Primero, a los secretarios de sala:
Alberto Loza Leguizamón, Luis María Gallego del Valle y Adolfo Lanas (h).
Segundo, los secretarios instructores:
Martín Anzoátegui, Ramón Benjamín Rojas, Pedro Carlos Narvaiz, Horacio A. Vaccare, Samuel María Somoza (h), Nino Tulio García Moritán, Edgardo Frola, José Ignacio Garona y Víctor Adolfo Yáñez.
Tercero, los letrados de las fiscalías:
Carlos A. Curraiz, Bernardo Jorge Rodríguez Palma y Gregorio Badén. Por último se designó al prosecretario general del tribunal, Carlos Alberto Bianco.
Luego se nombraron alrededor de cien empleados administrativos, se fijaron las escalas salariales con un plus de cuarenta por ciento más por el factor riesgo.
Se estableció la sede de la Cámara Federal Penal en la calle Viamonte, a metros de la plaza Lavalle.
• La competencia de la CAFEPE
La Cámara Federal Penal fue integrada por tres salas con tres jueces cada una, tres fiscales y jurisdicción en todo el país. Dichas salas se van a pronunciar en el juicio oral propiamente dicho sobre cada causa en particular, sobre la base de una averiguación preliminar llevada por uno de sus vocales.
De esta manera, el tribunal adoptaba una organización peculiar: los nueve jueces (camaristas) de las tres salas dirigían sus propias vocalías para sustanciar los sumarios que les correspondían por turnos, y cuando esas averiguaciones —o investigaciones— terminaban con una imputación consolidada contra una persona por un delito de carácter subversivo, el vocal actuante impulsaba la remisión del expediente a la sala de juicio que, a partir de ahí, actuaba en pleno.
Primero se pronunciaba el fiscal que solicitaba el sobreseimiento del detenido o formulaba la acusación.
Primero se pronunciaba el fiscal que solicitaba el sobreseimiento del detenido o formulaba la acusación.
Y, en este caso, se daba traslado a la defensa y luego se fijaba fecha para la audiencia oral.
La ley que estableció el fuero antisubversivo no reconoció a las causas que ya estaban en trámite (en el marco de la ley 18.670, de mayo de 1970) y se fallaron por el tribunal que las tenía a cargo.
Los delitos sobre los que entendió la CAFEPE fueron enumerados taxativamente en la ley que la creó y, tal como dice el mensaje del ministro Jaime Perriaux, son los “de índole federal que se cometan en el territorio nacional y lesionen o tiendan a vulnerar básicos principios de nuestra organización constitucional o la seguridad de las instituciones del Estado”, y son aquellos delitos que “en la mayoría de los casos tienen por objeto lograr una ruptura violenta del sistema institucional argentino y que afectan en forma directa los más altos intereses nacionales”.
Los delitos sobre los que entendió la CAFEPE fueron enumerados taxativamente en la ley que la creó y, tal como dice el mensaje del ministro Jaime Perriaux, son los “de índole federal que se cometan en el territorio nacional y lesionen o tiendan a vulnerar básicos principios de nuestra organización constitucional o la seguridad de las instituciones del Estado”, y son aquellos delitos que “en la mayoría de los casos tienen por objeto lograr una ruptura violenta del sistema institucional argentino y que afectan en forma directa los más altos intereses nacionales”.
El mensaje de Perriaux destaca que los delitos de que se trata abarcan todo el país y muestran estrecha vinculación entre sí, por lo que “torna ineficaz para su juzgamiento la actual competencia territorial de los tribunales federales […] hoy los jueces intervienen con jurisdicción limitada a sectores y, por tanto, no pueden tener un conocimiento acabado de las organizaciones que, por su modalidad de actuación, tienen los caracteres propios de vastas asociaciones criminales con proyecciones en distintos ámbitos. La dispersión de investigaciones conspira contra la aprehensión y sanción de los delincuentes a que hago referencia”. Éste resulta uno de los temas centrales de la ley, la cuestión de la competencia que tanto utilizó la ultraizquierda para atacarla, desvirtuarla e intentar frenarla.
La idea de la jurisdicción en todo el territorio nacional de la CAFEPE fue una clave importante para el éxito mostrado en muy poco tiempo, y esta cuestión se mide en la estadística de casos iniciados, tramitados y juzgados, el índice de sentencias de condena y la reacción que tuvo la ley entre las organizaciones terroristas. Lo que vino después del 25 de mayo de 1973 mató para siempre la experiencia de un tribunal apropiado para una categoría de casos que pusieron en crisis a todo el sistema judicial y paralizaron una respuesta institucional.
La dirigencia argentina acompañó alegremente la disolución del alto tribunal en medio del espanto de los cuarenta y nueve días de gobierno de Héctor J. Cámpora.
Poco después, cuando quiso volver a un mecanismo similar de administración de justicia, ya era tarde.
Las fuerzas de uno y otro lado se hallaban en el campo de combate.
Había llegado la hora de “exterminar uno a uno” a los terroristas, como dijo Juan Domingo Perón en 1974. Y la degradación final llegó cuando la justicia se decidió en un “centro de detención” o en una “cárcel del pueblo”.
Cada imputado contó con todas las garantías procesales del caso.
Así pueden atestiguarlo sus abogados defensores y los documentos que hoy salen a la luz lo van a demostrar con absoluta precisión.
Sin embargo, para denostar, a la Cámara la denominaron el “Camarón” o la “Cámara del Terror”.
Deben recordarse, entonces, las directivas del presidente Lanusse a los altos mandos del Ejército: “En la lucha contra el enemigo subversivo debe evitarse la fácil tentación de emplear los mismos métodos que los terroristas, ya que ello deterioraría gravemente la eticidad de nuestra posición y destruiría el fundamento de nuestra lucha”.
Es decir, no fueron “jueces sin rostro”, encapuchados, los que dictaron las sentencias. Todo lo contrario a lo que sucedió en el Perú de Alberto Fujimori cuando se juzgaron a miembros de la organización Sendero Luminoso, en la década del noventa.
Tampoco se alzaron tribunales militares como en el Uruguay de comienzos de los setenta.
El 25 de mayo de 1973, el peronismo “militante” triunfante en el poder, junto con otras organizaciones armadas, contando con la desaprensión, la indiferencia, la complicidad o el temor de la sociedad política, asaltó las cárceles liberando a los presos guerrilleros.
Al día siguiente, inmerso en un clima entre festivo y esperanzado, el Parlamento otorgó una amplia y generosa amnistía y disolvió la Cámara Federal Penal. Perón, desde Madrid, dejó hacer y, después, demostró su disgusto cuando era tarde.
Según Esteban Righi, el ministro del Interior de ese momento, la ley de amnistía “no fue conversada con los militares, pero sí fue tratada con las otras fuerzas políticas”.
Ante una consulta de Righi, el jefe del bloque del radicalismo, Antonio Tróccoli, respondió: “Nosotros estamos de acuerdo con esta decisión, porque queremos que el país arranque de cero kilómetro”.
Después, cuando era tarde, lo lamentaría.
Como avalando lo confesado por el “Bebe” Righi, Edgardo Frola, integrante de la Cámara Federal Penal, dijo: “Ante la posibilidad de una ley de amnistía, después de las elecciones del 11 de marzo del 73, fui a la casa de Francisco Barreiro, primo de Germán López Barreiro, y me reuní con el diputado Day y Roque Carranza.
Les conté quiénes eran los más importantes (jefes guerrilleros) que iban a quedar libres, de dónde venían y qué jerarquía tenían dentro de las organizaciones armadas.
Day era el encargado de escribir el proyecto de ley de amnistía del radicalismo.
Pareció no escucharme porque al final me dijo: ‘Estamos obligados a presentar una ley más amplia y más generosa que el Partido Justicialista’”.
Los guerrilleros liberados volvieron inmediatamente a sus organizaciones esa misma noche.
No perdieron tiempo.
“He visto salir a los presos de las cárceles.
Nadie estaba dispuesto a perdonar nada.
Los que eran liberados se abrazaban en un reencuentro de lucha”, afirmó Héctor Sandler, el entonces diputado nacional de la Alianza Popular Revolucionaria.
En otras palabras, se largaban a las calles para volver a matar.
En la cárcel “teníamos que formarnos políticamente para que una vez que saliéramos fuéramos a insertarnos inmediatamente y poder seguir militando a la par de los otros compañeros”, dijo Alicia Sanguinetti, militante del PRT-ERP (hija de la fotógrafa Anne Marie Heinrich), agregando, en la misma ocasión, que María Angélica Sabelli “daba clases de arme y desarme con un palo de escoba”.
Frente a la impotencia del Estado para combatir el desborde terrorista, un tiempo más tarde, el gobierno de María Estela Martínez de Perón intentó recrear un mecanismo similar al de la Cámara Federal Penal.
Era tarde.
Nadie quería aceptar, porque sus anteriores jueces y funcionarios habían sido sometidos a una severa persecución.
Algunos fueron asesinados (juez Jorge Vicente Quiroga),
otros sufrieron atentados personales (Munilla Lacasa y Malbrán).
Otros, como Jaime Smart y Ure, tuvieron que exiliarse.
Muchos más fueron degradados en la carrera judicial.
La consecuencia fue que, frente a los hechos terroristas, comenzó a imperar la respuesta de la ley de la calle y llegaron las patotas, hasta que se ordenó a las Fuerzas Armadas aniquilar a la subversión.
Desde las “Directivas a los dirigentes para terminar con el proceso de ‘entrismo’ izquierdista en el Justicialismo” (autorizadas por Perón, después del asesinato del sindicalista José Ignacio Rucci), a la Triple A le restaba sólo ponerlas en marcha.
La sociedad argentina se había quedado sin justicia y sin ley.
Antes del 24 de marzo de 1976.
Extractado de : Volver a matar .
De : Juan B. Yofre
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